LOS ÍDOLOS OCULTOS QUE TODOS TENEMOS (Parte 2)

El ídolo de la comodidad, placer y entretenimiento

La comodidad y el placer son los dioses de esta época y de nuestro mundo. Los comerciales y los anuncios buscan atraernos para que compremos cualquier placer que estén vendiendo. En todos los comerciales se ven a las personas felices y dichosas disfrutando el producto,… ¡y tú quieres lo mismo! Las tiendas de ropa, comestibles y los restaurantes usan palabras tentadoras como: “oferta increíble; única e irrepetible”; “gran liquidación”; “comida reconfortante”, “saludable 100%”, “rica y sabrosa”, “placer increíble” para atraernos y que mordamos el anzuelo.

Las oportunidades de entretenimiento son infinitas. Hoy día existen más formas de gastar dinero en nosotros mismos que nunca antes en la historia.

En nuestra cultura, al placer se lo considera un derecho. Decimos: – ¡Me lo merezco! – . Sea lo que sea que queramos, la sociedad dice que debemos hacer lo que sea hasta obtenerlo. Mira cualquier programa de televisión y verás en algún momento que alguien hablará con un amigo sobre una decisión que debe tomar, y la respuesta es siempre: “¿Te hará feliz?, ¡Entonces, Hazlo sin dudar!”.

La búsqueda de la felicidad es una prioridad sobre los compromisos, las responsabilidades y las necesidades de los demás. No importan las consecuencias, perseguir nuestros placeres es visto como lo más importante que podemos hacer por nosotros mismos. Vemos esto en cómo las personas viven su sexualidad, utilizan su dinero, gastan su tiempo y cuidan sus cuerpos. Para algunos, la búsqueda del placer y la comodidad se convierte en una adicción que gobierna sus vidas.

Los placeres sirven como anestésicos para el alma y el espíritu. Nos entumecen a las realidades de la vida. Son recompensas o salidas temporales a las pruebas y problemas que enfrentamos todos los días. Por un tiempo, nos hacen olvidar. Nos distraen y nos ayudan a escapar de la vida real. Para algunos, le da sentido al aburrimiento de la vida. Para otros, la comodidad y el placer disfrazan las dolorosas circunstancias que enfrentan. Y para otros, el placer sirve como coanfitrión apropiado para una fiesta de lástima.

El problema con el ídolo de la comodidad es que nunca se llena ni se satisface. Es como un recipiente con un agujero en el fondo. Seguimos llenándolo e inmediatamente se vacía. El ídolo de la comodidad solo proporciona una saciedad temporal. Nunca puede llenar el vacío de nuestro interior. Es por eso que nos encontramos deseando tener más y más de ese placer. Es un ídolo cuya hambre nunca se sacia.

El placer señala a Dios aunque no lo crea

El placer no es algo malo. Todas las cosas buenas que disfrutamos y nos dan placer en la vida son regalos de Dios. La comida que comemos, el entretenimiento que disfrutamos, la risa y la diversión que tenemos con los demás, son cosas buenas. Dios nos da cosas buenas porque nos ama. No tenía que crearnos con los sentidos, pero lo hizo para que sintamos placer. Son bendiciones para que disfrutemos. “Él hace producir el heno para las bestias, Y la hierba para el servicio del hombre, Sacando el pan de la tierra, Y el vino que alegra el corazón del hombre, El aceite que hace brillar el rostro, Y el pan que sustenta la vida del hombre.”  (Sal 104:14-15). “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?” (Mateo 7:11).

De hecho, Dios nos promete recompensas placenteras tanto en esta vida como en la venidera. Él promete satisfacer nuestras necesidades aquí y ahora. Él promete estar con nosotros y nunca abandonarnos. Nos dio el don de su Espíritu que nos consuela, anima, instruye, convence y nos enseña. También nos hizo herederos con Cristo de su reino. Al igual que los levitas, nuestra herencia no es un pedazo de tierra, sino que es Dios mismo. Cristo compró para nosotros la vida eterna en la presencia de Dios. “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis.” (Juan 14: 2-3).

Los placeres que Dios nos promete en Cristo son más ricos y más satisfactorios que cualquier cosa que disfrutemos.

Finalmente, todas las bendiciones de Dios son dadas para señalarnos a Dios mismo. Él es la fuente de toda buena dádiva. Santiago 1:17 dice: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces”. Las cosas que disfrutamos en esta vida están destinadas a recordarnos y señalarnos la bondad de Dios. Nos proveen una muestra de la mayor alegría y placer que nos espera en la eternidad.

Las cosas que probamos, las cosas que sentimos, las cosas que experimentamos, todas las cosas que disfrutamos están destinadas a ayudarnos a disfrutar y conocer más a Dios, que es la fuente de toda bendición.

Los buenos placeres de la vida nos ayudan a apreciar y comprender los placeres espirituales. Debido a que conocemos lo sabroso que es comer pan, Juan 6:51 tiene sentido, “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo.” Dado que conocemos el dulce sabor de la miel, podemos entender las palabras de David: “¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca.”  (Salmo 119: 103).

El problema es que cuando la comodidad es un ídolo, amamos más al don que al dador, Dios mismo. Nos enfocamos en el regalo como si fuera nuestro salvador. En lugar de tomar los regalos de Dios con gratitud y agradecimiento, como dice 1 Timoteo 4:4 “Porque todo lo que Dios creó es bueno, y nada es de desecharse, si se toma con acción de gracias”,  tratamos tales regalos como un derecho que exigimos y nos merecemos.

Cuando adoramos la comodidad y el placer, buscamos alegría, felicidad y satisfacción en algo que nunca nos puede saciar. La saciedad profunda y duradera se encuentra solo en Cristo:

Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero. En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas.” (1 Pedro 1: 3-9).

Nuestra saciedad no proviene de nosotros mismos. No podemos crearla. No se encuentra en algo hecho. Se encuentra solo en Cristo. Nuestra saciedad se encuentra en conocerlo y ser conocidos por él, ya que la vida eterna es conocer a Dios: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.” (Juan 17: 3).

Para derribar a los ídolos es necesario recibir una fresca revelación de quién es el Señor, porque no te darás cuenta de que Jesús es todo lo que necesitas, hasta que él sea todo lo que anhelas tener.

El ídolo del control

El ídolo de control implica un deseo de que las cosas salgan de acuerdo con nuestra voluntad y plan. Tenemos una agenda detallada para saber cómo debe ser todo, y buscamos asegurarnos de que se cumpla. Hacemos lo que sea necesario para administrar y gobernar nuestras vidas. No nos gusta el caos y el desorden. Siempre enfatizamos que “Dios es un Dios de orden”. No saber lo que sucederá después y los sentimientos de incertidumbre por el porvenir nos ponen nerviosos.

Cuando adoramos al ídolo de control, a menudo nos encontramos llenos de preocupación. Nos quedamos despiertos por la noche tratando de anticipar lo que sucederá después y desarrollar estrategias sobre cómo manejarlo. Vivimos según nuestras listas de tareas, reglas personales, rutinas, planes y estrategias.

El ídolo de control nos dice que debemos poder controlar y ordenar nuestras vidas. Esta es nuestra creencia y vivimos de acuerdo con ella. Como resultado, siempre estamos buscando un nuevo método o estrategia.

Las reglas, la estructura, los objetivos y los planes son cosas buenas. La Biblia tiene reglas para nosotros: los diez mandamientos. Incluso alienta a hacer planes y pensar detenidamente antes de actuar. “Los pensamientos del diligente ciertamente tienden a la abundancia; Mas todo el que se apresura alocadamente, de cierto va a la pobreza.” (Prov. 21: 5). La Biblia desaprueba la falta de autocontrol y autodisciplina. “Como ciudad derribada y sin muro es el hombre cuyo espíritu no tiene rienda.” (Prov. 25:28). La templanza es algo que debemos desear y, de hecho, es un fruto del Espíritu que obra en nosotros (Gálatas 5: 22-23).

El problema con el ídolo de control es que nuestras reglas, planes y deseos de controlar las cosas terminan gobernándonos. El ídolo de control nos descontrola de tal forma que nos transforma en “consejeros de Dios”, que le decimos lo que tiene que hacer. Nuestra agenda mental de control nos impide estar abiertos a nuevos cambios, lo cual nos transforma en vasijas viejas con aceite rancio. Nos convertimos en esclavos del ídolo de control.

Lo vemos más vívidamente cuando nuestras vidas están fuera de control. Cuando nuestros planes se alteran o fallan, cuando algo o alguien interrumpe nuestra rutina, o cuando nos sorprenden las tormentas de la vida, la forma en que reaccionamos ofuscados revela el dominio que el ídolo del control tiene en nuestro interior.

Tomando uno el control o depender de Dios

Un ejemplo de tomar el control se encuentra en la historia de Abram y Sara. En Génesis 12, Dios llamó a Abram. Prometió convertirlo en una gran nación. Abram empacó a su familia y posesiones y siguió a Dios donde lo llevó. Varias veces Dios reafirmó esta promesa. En Génesis 15, Dios hizo un pacto con Abram, diciendo: “Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia.” (Génesis 15: 5)

El problema era que Abram y su esposa Sara eran viejos. Sara había pasado la edad de procrear. Dios les había prometido un heredero e hizo un pacto con ellos de que sus descendientes serían tantos como las estrellas en el cielo. Pero no había pasado nada; ella todavía era estéril.

Entonces Sara tomó el control de la situación. Ella le dio a su sirviente Agar a Abram y le dijo: “Ya ves que Jehová me ha hecho estéril; te ruego, pues, que te llegues a mi sierva; quizá tendré hijos de ella. Y atendió Abram al ruego de Sara.” (Génesis 16: 2). Sara no confiaba en que Dios cumpliría su promesa, así que ella encontró una manera de hacerlo realidad.

¿Con qué frecuencia hacemos lo mismo? ¿Con qué frecuencia renunciamos a esperar en el Señor y en su lugar tomamos el control de las situaciones en nuestra vida?

Este deseo de gobernar nuestras vidas no es nada nuevo. Tal deseo de control comenzó en el Jardín de Edén con nuestros primeros padres. Cuando Satanás le dijo a Eva que si ella comía del árbol, sus ojos se abrirían y sería como Dios, la Biblia nos dice, “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría” (Génesis 3: 6). Así somos los humanos: En lugar de aceptar nuestra total dependencia de Dios, buscamos desesperadamente formas de asegurarnos de que todavía tenemos poder sobre nuestras propias vidas.

La verdad es que no tenemos control sobre nuestras vidas. No somos Dios. Somos criaturas dependientes. Somos hijos dependientes de nuestro Padre celestial. “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas.” (Hechos 17: 24-25). Todo viene a nosotros por la gracia de Dios. Todo. El hecho de que nos despertemos cada mañana es un regalo de su gracia. No somos los que mantenemos nuestros cuerpos vivos y funcionando cada día. No somos los que determinamos el número de nuestros días. Ni siquiera sabemos la cantidad de pelos que tenemos en nuestra cabeza, pero Dios lo sabe. Nuestra idolatría de control es una resistencia a nuestra dependencia de Dios y su gracia en nuestras vidas. Creemos que sabemos más que Dios. Tenemos un mejor plan para nuestras vidas. No nos gusta la historia que Dios ha escrito y queremos asumir que somos los autores para escribirla a nuestra manera. Pero eso es imposible, porque no somos Dios.

Dios es quien gobierna y reina sobre todas las cosas. Él es soberano y tiene el control. Nuestros planes están sujetos a su gobierno y voluntad. “El corazón del hombre piensa su camino; Mas Jehová endereza sus pasos.” (Prov. 16: 9). “Como los repartimientos de las aguas, Así está el corazón del rey en la mano de Jehová; A todo lo que quiere lo inclina.” (Prov. 21:1).

Los propósitos de Dios se mantendrán; nada ni nadie puede interferir con la voluntad de Dios. “porque yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero; que llamo desde el oriente al ave, y de tierra lejana al varón de mi consejo. Yo hablé, y lo haré venir; lo he pensado, y también lo haré.”(Isaías 46: 9-11).

No hay tal cosa como casualidad o coincidencia. Incluso las cosas que nos parecen insignificantes están de hecho bajo el control de Dios. “La suerte se echa en el regazo; Mas de Jehová es la decisión de ella.” (Prov. 16:33). Dios gobierna sobre toda la creación, sobre los corazones del hombre, sobre el tiempo y la historia misma: nada está fuera de su control soberano.

Cuando adoramos al ídolo de control, buscamos seguridad en algo que no es Dios. Ponemos nuestra esperanza de seguridad en nosotros mismos o en algún método o regla. Las Escrituras nos dicen que solo Dios es nuestra seguridad. “Jehová, roca mía y castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; Mi escudo, y la fuerza de mi salvación, mi alto refugio.” (Sal. 18: 2). “En paz me acostaré, y asimismo dormiré; Porque solo tú, Jehová, me haces vivir confiado.”(Sal. 4: 8). “Bienaventurado aquel cuyo ayudador es el Dios de Jacob, Cuya esperanza está en Jehová su Dios,” (Sal. 146: 5).

Cuando el salmista se refirió a Dios como su salvación, finalmente estaba escribiendo sobre Cristo. Él es el rescatador prometido que señalaron los escritores del Antiguo Testamento. Él es quien nos salva y nos rescata del pecado y del mal. Él es nuestro refugio, nuestra fortaleza, nuestro libertador. Gracias a Cristo, podemos llegar al trono de la gracia en confianza y recibir ayuda de nuestro Padre en el cielo.

Podemos recurrir a nuestro Salvador con todos nuestros miedos. Podemos compartirle nuestros miedos y preocupaciones. Podemos decirle que simplemente no sabemos qué hacer. Podemos pedir ayuda y sabiduría en nuestros problemas. Podemos orar por cualquier cosa que esté en nuestro corazón y saber que Dios nos escucha. De hecho, Él sabe lo que necesitamos incluso antes de que lo pidamos. Necesitamos confiar en Él para que sea nuestra ayuda y recordar que no hay ningún método, regla o plan que pueda darnos una esperanza duradera. Todo lo demás nos fallará; Cristo nunca lo hará.

Además de recurrir a Dios en oración, también debemos recordar quién es Dios y lo que ha hecho por nosotros en Cristo. “Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió.” (Heb. 10:23). Nuestro Dios es fiel Prometió enviar un Salvador y lo hizo. Necesitamos empapar nuestros corazones en la Palabra, leer y releer lo que Dios hizo por nosotros al enviar a Su Hijo para redimirnos del pecado. Si Dios nos rescató de nuestro peor temor, que era la separación eterna de Él, ¿cómo puede no liberarnos también de nuestros miedos actuales? ¿Cómo podemos pensar que Él nos dejará solos en nuestros problemas diarios? Dios hizo todo lo posible para rescatarnos de la muerte, llegando incluso a enviar a Su Hijo a morir por nosotros. ¿Cómo no podemos confiar en que Él sea fiel en nuestras vidas en este momento? Las verdades del evangelio, de quién es Cristo y lo que ha hecho, son nuestra confesión de esperanza. Son nuestra seguridad; nos anclan en las tormentas de la vida y en el caos de la maternidad.

¿Adoras al ídolo de control? Ora por sabiduría para identificar este ídolo en tu corazón. Considera los deseos de tu corazón, tus emociones más fuertes y lo que crees sobre el caos de la vida. Vuélvete a tu Padre en el cielo y dale tus miedos. Confía en tu Dios fiel que nunca deja de hacer lo que es bueno para ti.

El ídolo de la aprobación

El ídolo de aprobación implica un anhelo de ser aceptado por otros. Proviene de la creencia de que debemos ser amados o aceptados para que la vida tenga sentido. Cuando las personas nos aplauden, nos prestan atención y muestran su aprobación, nos sentimos bien e importantes, pero cuando la gente no muestra su aprobación, nos critica, estamos devastados. Nos sentimos vacíos y sin sentido, que no valemos nada.

Cuando adoramos al ídolo de la aprobación, nos importa lo que los demás piensan de nosotros. Queremos que todos piensen bien de nosotros, que todos nos quieran.

Lo que más teme un adorador de aprobación es perder la aprobación de los demás. Tememos su juicio, crítica, disgusto y rechazo. Debido a que nuestro significado y valor está envuelto en lo que otros piensan, es una montaña rusa constante. Nuestro valor como persona aumenta y se desploma en función de los pensamientos de los demás. La Biblia llama a esto el miedo al hombre. “El temor del hombre pondrá lazo; Mas el que confía en Jehová será exaltado.” (Prov. 29:25). Cuando temes algo, estás controlado por él. Si temes a las personas, estás controlado por las personas. Es como si las opiniones de otras personas fueran una amenaza para ti.

Pedro temía a los reunidos en el patio del sumo sacerdote la noche en que Jesús fue arrestado. Temía lo que pensaran de él y su asociación con Cristo. Cada vez que alguien le preguntaba si conocía a Jesús, lo negaba. “Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco a este hombre de quien habláis.” (Marcos 14:71).

Juan comentó por qué la gente teme al hombre: “Con todo eso, aun de los gobernantes, muchos creyeron en él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.” (Juan 12: 42-43). Esto nos lleva de vuelta al círculo completo. La idolatría le roba a Dios su gloria. Cuando tememos a los demás, buscamos la gloria de los demás en lugar de la gloria de Dios.

Lo que más importa es lo que Dios piensa de nosotros

La sociedad nos diría que no debería importarnos lo que otros piensen de nosotros; solo nos debe importar lo que pensemos de nosotros mismos. Eso es orgullo, Nuestra cultura diría que necesitamos mirar nuestros logros y ver cuán geniales somos. Deberíamos decidir quiénes queremos ser, qué queremos hacer para lograr esas cosas.

Pero la Biblia lo mira de manera diferente. En lugar de buscar la aprobación de los demás o mirar hacia adentro para obtener la aprobación, las Escrituras nos señalan hacia arriba, hacia Jesús.

Cuando se trata del ídolo de aprobación, tenemos que actuar para obtener la aprobación, para obtener la buena opinión y aceptación de aquellos a quienes deseamos. Pero con el evangelio, primero recibimos la aceptación. Escuchamos a Dios decir que somos sus amados. Somos aprobados y aceptados por Dios sin ninguna actuación propia. Ahora que tenemos la aprobación, podemos actuar según lo que Cristo ha hecho. Podemos amar a los demás. Podemos servir, podemos disfrutar de la bondad de Dios. Todo porque ya estamos aprobados y aceptados en Cristo.

Mientras que la aprobación y aceptación de los demás va y viene, el amor de Dios por nosotros es seguro. No hay nada ni nadie que pueda separarnos de Él. “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Rom. 8: 38-39).

Su amor por nosotros comenzó en la eternidad pasada cuando nos eligió en Cristo. A través de Cristo, nos adoptó como suyos. Somos amados hijos del Padre y tenemos todos los beneficios de un hijo del Rey. Como sus hijos, no tenemos que temer. “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Rom. 8: 14-15).

Como nuestro Padre, Dios sabe lo que necesitamos antes que nosotros. Él escucha todos nuestros gritos y atrapa nuestras lágrimas. Todos los pelos de nuestra cabeza están numerados. “¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos contados. Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos.” (Mateo 10: 29-31).

De hecho, debido a que estamos unidos a Cristo, Dios nos ama tanto como ama a su Hijo: “Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.” (Juan 17:23). Detente por un momento y considera lo que esto significa. Dios nos ama tanto como ama a su Hijo. ¡Qué maravilla! ¿Puedes llenar tu cerebro con eso? ¡Es demasiado! ¡Es la gracia infinita de Dios!

Somos amados por el Creador de todas las cosas. Él nos aprueba. Lo que otros piensan o dicen sobre nosotros nunca puede estar a la altura del amor santo, perfecto e infinito de Dios. El ídolo de la aprobación nunca dura; Es como perseguir el viento. El amor de Dios es para siempre. El ídolo de aprobación depende de nuestro desempeño. La aprobación de los demás cambia dependiendo de si les gusta lo que hemos hecho o no. Pero el amor y la aceptación de Dios por nosotros se basa en Cristo y en su desempeño perfecto en nuestro nombre. Su amor nunca decaerá ni fluctuará; Es estable, constante y seguro.

Cuando adoramos al ídolo de aprobación, estamos viviendo como un huérfano sin padre. Es como si hubiéramos olvidado quiénes somos. Hemos dejado el castillo del Rey y estamos viviendo en la calle, contentos con las migajas que otros nos dan. Recuerda tu posición en Cristo y lo que Dios piensa de ti. Recuerda tu adopción. Recuerda que eres amado.

RENUNCIANDO A LOS ÍDOLOS

El primer paso es la conciencia del corazón. Necesitamos una conciencia de lo que hay en nuestro propio corazón. Dedica tiempo para explorar tus pensamientos, emociones, motivaciones, anhelos y deseos. Si no estás seguro acerca de la idolatría de tu corazón, toma el tiempo ahora para orar y pedirle al Espíritu que te lo revele. Ora las palabras de David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis pensamientos; Y ve si hay en mí camino de perversidad, Y guíame en el camino eterno.” (Salmo 139: 23-24).

Siempre que identificamos el pecado en nuestras vidas, necesitamos confesar nuestro pecado y recibir el perdón de Dios. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.” (1 Juan 1: 9). David confirmó que esta promesa es verdadera: te reconocí mi pecado y no cubrí mi iniquidad; Le dije: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado.”(Salmo 32: 5). Todos nuestros pecados son lavados por la sangre de nuestro Salvador.

La confesión implica honestidad. Seamos honestos con nosotros mismos y con Dios. Admitamos libremente lo que hemos hecho. No nos excusemos ni culpemos a otros por ello. No lo llamamos menos de lo que es. Lo describimos y lo nombramos por el verdadero mal que es. Tal confesión también implica humildad. Tenemos que humillarnos ante el Señor. Tenemos que reconocer que Dios es Dios y nosotros no. Nuestro pecado es contra un Dios santo y justo y merece la muerte. Y luego nos deleitamos con la gracia que se nos prodiga en Cristo.

Cuando se trata del pecado de idolatría, no solo confesamos ser idólatras; confesamos los ídolos específicos a los que nos hemos inclinado. Confesamos los sacrificios que hemos hecho a nuestros ídolos, los pecados que hemos cometido para mantener y mantener esos ídolos, y la forma en que hemos postrado nuestros corazones a algo creado en lugar de hacerlo hacia nuestro Creador. Confesamos los deseos y deseos pecaminosos de nuestro corazón, nuestras respuestas emocionales cuando nuestros ídolos han sido amenazados y las formas en que hemos buscado la esperanza y la alegría sin Dios.

La confesión siempre va acompañada del arrepentimiento, el apartarse del pecado. No solo decimos que lo sentimos y luego seguimos caminando por el mismo camino. Tenemos que alejarnos de nuestros ídolos. Tenemos que eliminarlos de nuestros corazones.

Alejarse del pecado a menudo implica una respuesta seria y dramática. Jesús dijo en el libro de Mateo: “Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno.” (Mateo 5: 29-30). Jesús está usando una hipérbole aquí para su efecto. Y tiene un efecto, ¿no? Lo que este pasaje significa es que el pecado es grave y debemos tratarlo con seriedad. A veces significa tomar algunas medidas drásticas con nuestro pecado. Por ejemplo, puede significar mantenerse alejado de tiendas específicas, apagar la televisión, deshacerse de ciertos libros y cerrar cuentas de redes sociales. Detecta y captura tus pensamientos pecaminosos y tráelos a la obediencia a Cristo. También arranca a tus ídolos por sus raíces para deshacerte de ellos. “Por tanto, amados míos, huid de la idolatría.” (1 Cor. 10:14).

El Apóstol Pablo compara esto con cómo un atleta entrena su cuerpo para correr una carrera. “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado.” (1 Cor. 9: 24-27). Cualquiera que haya entrenado para un maratón comprende esta analogía. Pero si no eres un corredor, considera el trabajo y la disciplina que has puesto en otras áreas de tu vida, ya sea una meta profesional, una meta financiera, una meta educativa o alguna otra actividad para la cual trabajaste duro. Debemos entrenar y trabajar igual de duro para “matar” nuestro pecado.

Este dominio propio no es como el del mundo. No se produce tratando más y creyendo en uno mismo; más bien, es un fruto del Espíritu Santo (Gá. 5:23). Es un dominio propio dado por Dios, impulsado por la gracia. Tal control es impulsado por Cristo. Pablo escribió en Colosenses que trabaja duro, pero a través de la energía de Cristo, “para lo cual también trabajo, luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí.” (Col. 1:29). Luchamos contra el pecado y la idolatría, pero no con nuestras propias fuerzas; luchamos a través del poder de Dios obrando en nosotros. “Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, más el espíritu vive a causa de la justicia… porque si vivís conforme a la carne, moriréis; más si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.” (Rom. 8:10, 13-14). El objetivo de este dominio propio no es para recibir un premio u honor terrenal, sino para glorificar a Dios.

Guarda tu corazón

Al igual que nuestros corazones físicos, necesitamos proteger nuestros corazones espirituales. Necesitamos vigilarlos. Necesitamos estar conscientes de nuestras tendencias a adorar a dioses falsos y vigilarlos. “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida.” (Prov. 4:23).

Esta es la realidad de la vida cristiana en un mundo caído. Pablo expresó esto vívidamente en Romanos 7: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago.” (v. 15).

Puede ser desalentador. Algunos días, parece que estamos luchando una batalla perdida. Justo cuando pensamos que nos hemos alejado de un ídolo, nos encontramos adorando a otro. Puede ser tentador rendirse o pensar que Dios nos ha abandonado. Pero el apóstol Pablo nos da esperanza, “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, más con la carne a la ley del pecado.” (Rom. 7: 24-25). Cristo venció al pecado por nosotros. Él es nuestro libertador. En nuestra lucha contra la idolatría, Cristo es el vencedor. Tenemos que mirar a Él todos los días por gracia y ser lavados nuevamente en el evangelio. Tenemos que recordar que no estamos solos, el Señor está con nosotros incluso en nuestros días más difíciles, y nunca nos deja ir.

Hay alegría incluso en medio de la batalla. Dios es rico en misericordia y su misericordia y gracia hacia nosotros nos mantiene y nos sostiene en la lucha.

Dios no nos llama a luchar contra el pecado y luego nos deja sin los recursos para luchar contra él. Dios no nos deja solos en esta batalla. 2 Pedro 1:3 nos dice que Dios nos ha dado todo lo que necesitamos para vivir para Él, “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia,”. No nos deja con las manos vacías; Nos proporciona todo lo que necesitamos. Él nos da su Espíritu que trabaja en nosotros para querer y actuar de acuerdo a sus propósitos (Fil. 2:13).

Incluso en nuestros momentos más débiles, cuando no parece posible que ganemos la batalla contra la idolatría, el Espíritu está trabajando en nosotros, rehaciéndonos, moldeándonos. Nada le impedirá cumplir Su voluntad en nosotros: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.” (Ef. 2:10). No solo eso, sino que Dios terminará la obra que comenzó en nosotros (Fil. 1: 6). Él nos sostendrá hasta el final (1 Cor. 1: 8). Eso nos da esperanza en esta pelea contra los ídolos. Un día cruzaremos la línea de meta y recibiremos la corona de la vida. Seremos santos, perfectos y completos, un bello reflejo de nuestro Salvador.

Los conceptos básicos de este artículo fueron tomados de los capítulos  4, 6, 7, 8 y 9 del libro “Idols of a Mother’s Heart”, de Christina Fox, publicado por Christian Focus Publications Ltd. Scotland, 2018.

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